Con motivo da décimo terceira Festa do Queixo de 1988 o xornal “La Voz de Galicia” publicou un especial no que se incluíu un artigo de José Luis Alvite baixo o título “Arzúa: un invierno de luz a fuego lento” e no que o famoso periodista acaba confesando que o seu soño era morrer en Arzúa, onde nos seus funerais uliría a un tempo a incenso e filloas.
O artigo estaba ilustrado cunha fotografía de Tino Viz e o texto dicía así:
Arzúa (Por José Alvite, enviado especial). ¿Cómo divertirse cuando uno se pasa la vida a 43 grados latitud norte y 8 grados 10 minutos longitud oeste? ¿Cómo sobreponerse a la melancolía, al tedio, al implacable pero morboso paso del tiempo cuando uno está de brazos cruzados en un lugar a cielo abierto, no pasa febrero y la temperatura media es de 7,5 grados centígrados? Para el viajero de la empresa «Freire» que circula con ciertas prisas entre Compostela y Lugo, la villa de Arzúa puede ser la inhóspita parada en la que un día (¿era Arzúa?) pudo comprar fuera de hora el regalo que olvidara. Para otros, Arzúa será el lugar en el que vomitó hace treinta años, cuando de niño le llevaban sus padres a Lugo, donde se entendía que empezaba el extranjero, donde inclusa parecía probable encontrarse gallegos negros. Pero para los arzuanos, la agridulce Arzúa es el foro familiar en el que cotidianamente debaten las cosas grandes y las cosas pequeñas, donde soportan las inclemencias de la vida en un clima que a este viajero le parece acogedor, hogareño, simple y hondo al mismo tiempo. Seguramente uno de los tan numerosos y a menudo exquisitos escritores de viajes que regaló al mundo Inglaterra hubiese hecho más por Arzúa que los coches de «Freire», que ya no es poco.
Paisaje conmovedor
Habría que empezar por viajar en carreta porque el deleite consiste generalmente en la parsimonia. Mi compañero Manolo Beceiro me transportó en un «Escort» e hizo lo posible por circular con cierta ceremonia, lo que me ha permitido degustar un paisaje vespertino verdaderamente conmovedor. No se trata en este caso del socorrido valle umbrío por el que corre el río manso y al que los poetas, siempre tan manirrotos, ponen ocasionalmente unos cerámicos cisnes danubianos.
Los ríos de Arzúa son cursos de altura, ríos aéreos, escarpados, con soberbios ejemplos de indolencia, como ocurre con las colas del embalse de Portodemouros, que inunda hermosas vaguadas. Las ácidas tierras arzuanas escupen el río, no se quedan apenas con sus aguas; hacen resbalar como agua de porcelana.
En el cautivador diapasón de Brandeso se fijó el genio de don Ramón del Valle Inclán para alojar a sus personajes durante las inolvidables páginas de «La sonata de otoño». Naturalmente, el Marqués de Bradomín no cabalga por las tierras altas de Arzúa porque a 340 metros sobre el nivel del mar parece imposible que sobrevivan los vegetales de que está hecha su alma, que es una especie de jardín veneciano, casi una flor acuática.
Pero necesitaba don Ramón un nombre sonoro, algo misterioso, ni largo ni corto. Y tomó el de Brandeso para que en el pazo languideciese Concha, para que por sus pasillos se viese con penumbra de candelabro al marqués de Bradomín llevando en brazos a su amada muerta, a su Concha blanda, derretida por el hastío y la pasión.
La sonata valleinclanesca tiene un aroma presalobre y la brisa de sus páginas es la brisa leve que mece las dornas arosanas y no el viento afilado que dobla en Arzúa los eucaliptos y tuerce hasta el Iso las «polas» de los árboles.
Invierno dorado
A ciertas horas hay en Arzúa un invierno dorado, un invierno de luz a fuego lento, una luz astral que tuesta deliciosamente él paisaje y la tez de los niños. Así fue hace unos días, cuando rematamos el viaje en el alto vértice arzuano, donde acaban los párrafos verdes de la tierra y empiezan los esmerilados renglones del cielo.
A las ocho de la tarde de un día de semana no hay discoteca abierta y se encuentra poca gente en los bares. Me dicen que es una población laboriosa, sin ocio posible, sin tiempo para el desperdicio al estilo compostelano. Apenas hay luces de neón, ni tráfico en las calles. Se percibe una sedante sensación de holgura, de espacios sobrantes, de lugar bastante para aparcar un tren cargado de gente soñolienta apenas iluminada por la potásica luz de los vagones.
En un bar hay dos muchachas con las piernas recogidas sobre un sofá. Miran al televisor, que está en un ángulo oscuro del café. Cerca de la puerta, en un recodo de la barra, nos miran dos clientes fijos, probablemente intrigados por nuestra presencia con papeles en las manos y la conversación muy alta, afinada en el tono excéntrico a que obliga la mundanidad en los pubs de Compostela.
No hay discoteca salvo que sea fin de semana. Quien tengan menos de veinte años difícilmente recordará que hubo cine en Arzúa. Prácticamente han muerto los repartos completos de las últimas películas proyectadas en el cinematógrafo local.
Pero sobreviven muchachas acaso dulces y taciturnas, heridas muchachas de lánguida mirada abrochada con ojos de lava azul, que, como la Mia Farrow de «La rosa púrpura de El Cairo», sueñan con que del autobús de «Freire» baje algún día un tipo alto y desenvuelto, un hombre maduro con pies grandes y manos calientes, uno de esos seres improbables que alimentan nuestros sueños hasta que la muerte nos escoge con sus pies blandos y sus manos heladas para escondernos donde ni los perros nos huelan.
Mi triste sueño favorito
Pero del autobús de «Freire» nunca baja nadie capital, nadie que cambie el orden de los ríos, el brillo del sol, el impepinable agotamiento de un día y otro día, un mes y otro mes, un año y otro año sin que ocurra nada que nos cambie el pulso, sólo con la genérica sensación de que la chica del sofá acabará cayendo en brazos de un perito agrónomo que la cautivará con una conversación sobre la repercusión del glaucoma en la productividad de las abejas.
He de confesar que muchas veces he huido de Compostela buscando las escasas arzúas del mundo y en no pocas ocasiones en mi frenesí fugitivo he ido a parar a los cafés de Arzúa. Es apasionante que todo el mundo se conozca, que tengas cerca el socorro del amigo, la cocina del vecino, el consuelo de la puerta de al lado, que todo el mundo se sepa de memoria la talla de camisa del convecino, sus nostalgias, su fe o sus incógnitas.
En un censo de 7.137 habitantes (datos del 86) nadie muere sin una mano de la que despedirse, sin un beso salado, sin que se le ponga un nudo en la garganta al humilde, anónimo, sobrio can sin pedigrí, sin sotueres, sin heráldica, tan distinto del perro educado, enciclopedista, presuntuoso y urbano perro de salón que da la impresión de estar siempre a punto de aparecer como suplente en alguna lista electoral.
Unos cuantos grados por debajo de la temperatura compostelana a la que a diario apuro mi desolación personal, he percibido en Arzúa la sensación de haber pasado unas horas sentado al borde de mi triste sueño favorito: morir donde sea posible que en mis funerales huela a un tiempo a incienso y a filloa.